Las reglas del mercado no pueden permear los procesos de conservación. Este fenómeno es similar a cuando las industrias extractivas se autoproclaman como sustentables. La sustentabilidad jamás tendrá una oportunidad bajo las reglas del mercado, porque opera bajo la lógica de acumulación por desposesión. Tampoco lo es la conservación como negocio. Al contrario, se requieren estándares de conservación con enfoque de derechos humanos. Se requiere poner reglas claras –desde los territorios– sobre estos mercaderes y sus enredadas redes de influencia. Conservar árboles no tiene sentido. Lo que tiene sentido es crear las bases para que árboles y personas puedan vivir sus vidas. El resto es exclusión y desposesión.
OpiniónJuan Carlos Skewes, Ricardo Villalobos, Ricardo Alvarez, y Francisco Araos
Fuente El Mostrador
En algunas zonas de la Patagonia interior se habla de vivientes para referirse a quienes habitan los llanos, las quebradas o los montes. Se habla de vivientes, no de propietarios, arrendatarios u ocupantes. El término encarna una mirada que reconoce la relación sustantiva en la que se funda el vínculo con el medio: vivientes son quienes viven de y dan vida a los territorios habitados. Son quienes han creado las condiciones para la continuidad de la existencia –humana y no humana– allí donde forjaron habitación.
Hoy, las y los vivientes, avanzados de edad, testigos de otras épocas, se ven acorralados por la expansión de la especulación inmobiliaria. Con el cambio de siglo se han convertido en cuidadores de lo que fueran sus tierras, rendidos ante el poder comercial de nuevos avecindados que traen consigo imaginarios de conservación que se sostienen en el acaparamiento individual y la posibilidad de negociar naturaleza prístina. La privatización de la Patagonia se convierte en una amenaza real, y en una lamentable realidad el cálculo comercial que le extirpa su condición sustantiva como espacio para la cohabitación de los seres vivos, incluidos las y los vivientes.
En la década pasada hubo un período en que el Ministerio de Bienes Nacionales regularizó una serie de ocupaciones de pioneros y colonos de la Patagonia interior. Muchos de ellos, tras una larga historia de carencias crónicas que jamás fueron respondidas por el Estado, y forzados por la pesada carga de la economía familiar, comenzaron a vender directamente paños de tierra a no más de 300 mil pesos la hectárea. Hoy, veinte años después, están sujetos a quienes descubrieron un lucrativo negocio en la Patagonia, como sucede con empresas que monopolizan el conocimiento de los mercados y las redes asociadas al negocio inmobiliario. Los antiguos propietarios despueblan sus montañas y valles para vivir principalmente en villas urbanas donde el Estado sí reunió aquellos servicios que durante generaciones esperaron con frustración, como salud y educación.
Es paradójico que esta descapitalización cultural y territorial se haga en nombre de la protección de la naturaleza. El acaparamiento privado de tierras para conservar es un negocio especulativo, y ha hecho que un porcentaje no menor de las y los vivientes se conviertan en inquilinos, habitantes urbanos apretados junto a nuevas villas y poblaciones urbanas o, incluso, en propietarios de tierras de peor calidad que las originales, y sin agua. Así la especulación, usando a la conservación como argumento, termina por expulsar a las y los habitantes rurales hacia los pueblos en calidad de asalariados precarios. Por ello no resulta extraño que, a pesar de que comunas aisladas incrementen su población, esto suceda bajo dinámicas en donde el territorio se despuebla y los espacios urbanos se concentran. La gran concentración y propiedad de la tierra, así como la ausencia de normas que permitan a escala regional y/o local ordenar o planificar el espacio rural, torna preocupante el futuro escenario de desarrollo en estos territorios cuando la dimensión de naturaleza se torna en una cláusula que excluye a los y las vivientes, e impone la supremacía del lucro bajo lógicas ecoextractivistas y nuevas formas de colonización.
La fantasía metropolitana lleva a un puñado de inversionistas a proclamar como su misión la de conservar los bosques, las aguas, el aire, menos de las y los vivientes. La conservación privada de la naturaleza como inversión no puede ser sino rentable, de modo que el carro lo mueve no el bosque, no el agua, no el aire, sino la ganancia –vestida de turismo, de producción sustentable, de lo que sea–, pero de nada sirve a los vivientes, ni al agua, ni a los árboles, ni al aire. Lo que llaman naturaleza no conoce de cercos, demarcaciones o valores comerciales. Solo de procesos simbióticos entre quienes habitan los territorios.
La exclusividad de ser el único propietario que disfrute de un bosque, un río o una montaña, refleja una forma de egoísmo arcaico, que durante cientos y miles de años fue culturalmente controlado a través de mitos de origen, consideraciones cosmogónicas y rituales, así como sanciones sociales.
Mientras los empresarios especulan sobre el valor económico y estatus social que representa su generosidad verde, las y los vivientes de la Patagonia se comprimen en entornos urbanos que podrían ser parte de cualquier región del país. En sus barrios desaparece el agua, se contamina el aire y escasean los árboles. Todas las viviendas son iguales, con las mismas plazas de ejercicios que recrean una homogeneidad barrial espeluznante. La indefensión de las y los vivientes se hace aún más acuciosa si se considera la presencia de un Estado altamente concentrado y centralizado, donde las regiones y municipios carecen de instrumentos vinculantes capaces de fijar políticas e instrumentos que resguarden o que velen por el interés local ante el poder económico en el mercado inmobiliario. Resulta absurdo que estos vivientes sostengan su identidad territorial desde las ventanas de sus villas, a sabiendas que lo que ven les está excluido (y visualmente repleto de carteles que prohíben el paso).
Se invoca, pues, la protección de la naturaleza como un modelo de apropiación que la propiedad privada asegura. Entregados los comunes a la voracidad del colectivo, ellos desaparecen. Una nueva tragedia que, paradójicamente, revive las conclusiones a las que llegara Garrett Hardin hace más de 50 años y que coloca a la conservación privada como la garante de los últimos vestigios de la naturaleza prístina en Chile. El Leviatán privado que compite con el Estado para proteger la naturaleza bajo la narrativa de la acción pública para enfrentar la emergencia climática, uno de los ejes más discutidos por los grupos del Rechazo en la Convención Constitucional, precisamente, la posibilidad de que los bienes comunes –y su gestión colectiva– sean una norma de carácter constitucional.
Por cierto, las funciones ecosistémicas del bosque no se organizan espacialmente como loteos, los loteos se organizan en el espacio para obtener la mayor ganancia posible. Es en ese escenario donde debe decidirse muy bien si un fragmento de río puede ser vendido a varios propietarios o, incrementando su plusvalía, ser ofrecido al mejor postor para que ostente su poder adquisitivo ante sus vecinos. El enaltecimiento de lo privado protagoniza una historia cuya condición de base es la exclusión. Y resulta chocante, porque ni lo privado ni la exclusión tienen relación alguna con la historia de ocupación humana de la Patagonia. Sus pueblos originarios y los colonos en tiempos históricos, se preocuparon de controlar y sancionar socialmente toda posibilidad de acaparamiento sobre bienes que debían ser comunes. Las señales en el paisaje eran explícitas: una escalera triangular de palos señalaba a los caminantes que podían atravesar la tierra de una familia sin que fuesen sancionados. O, si se pasaba hambre, se podía carnear una oveja y dejar el cuero en un cerco, a la vista de todos, para que sus propietarios supiesen que fue por una necesidad superior. La voracidad no era, pues, del colectivo, sino de los actuales especuladores y financistas inmobiliarios que terminaron por apropiarse de los comunes y los ofrecen para ser experimentados individualmente.
La ética detrás de esta especulación inmobiliaria es cuestionable. A los propietarios originales se pagó de forma precaria, pero sus tierras se parcelaron a precios exorbitantes. No es sorprendente porque así funciona el mercado. Se vende naturaleza en un contexto de reglas de mercado que produce efectos como el despoblamiento, descapitalización y, por sobre todo, nuevas formas de pobreza multidimensional. La exclusividad de ser el único propietario que disfrute de un bosque, un río o una montaña, refleja una forma de egoísmo arcaico, que durante cientos y miles de años fue culturalmente controlado a través de mitos de origen, consideraciones cosmogónicas y rituales, así como sanciones sociales.
Las reglas del mercado no pueden permear los procesos de conservación. Este fenómeno es similar a cuando las industrias extractivas se autoproclaman como sustentables. La sustentabilidad jamás tendrá una oportunidad bajo las reglas del mercado, porque opera bajo la lógica de acumulación por desposesión. Tampoco lo es la conservación como negocio. Al contrario, se requieren estándares de conservación con enfoque de derechos humanos. Se requiere poner reglas claras –desde los territorios– sobre estos mercaderes y sus enredadas redes de influencia. Conservar árboles no tiene sentido. Lo que tiene sentido es crear las bases para que árboles y personas puedan vivir sus vidas. El resto es exclusión y desposesión.